El encanto de este cine documental radica en la visión genuina de un niño que vive por lo que le apasiona, el campo.

Por José F. Arellano Covarrubias                                                             

Una proyección documental breve que no limita la perspectiva de vivir en ojos de Bryan, un niño de ocho años que con profundo amor se encuentra pleno en lo que para muchos es una vida difícil.

La directora Isabel Vaca rescata una postura que no está a juicio moral, los deseos y aspiraciones de un niño son meramente por su pasión, su vocación en el oficio vaquero, la ganadería y los toros de lidia forman parte de su felicidad y que a su vez contempla su labor con una seriedad ajena a un infante. Es esta seguridad la que da soporte a la historia, mientras otros niños buscarían escapar de una vida rural, para Bryan la sencilles que le ofrece estar en el campo es invaluable.

La realidad vista por los ojos de quienes no tienen una postura sesgada es expuesta, comparte una incomodidad silenciosa con juegos, costumbres y acciones que para un niño esta bien, no hay bondad o maldad en sus ideas, salen sin un filtro que intente suprimir su ideología y simplemente son.  

Su ejercicio cultural es fuerte, la vida que lleva tiene congruencia ante sus amigos, familiares y gustos, acompañado de elementos narrativos que son propios de una niñez sincera. Él no es indiferente a la realidad fuera del campo, sin embargo, se mantiene firme “de grande quiero ser como mi familia, vaquera, charra” en una de las frases más significativas del largometraje.

El encanto de este cine documental radica en la visión genuina de un niño que vive por lo que le apasiona, el campo.

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